La catequesis del Buen Pastor inició, en palabras de sus fundadoras Sofía Cavalletti y Gianna Gobbi, como una aventura. Sin un proyecto, sin planeación, sin un deseo que guiara el quehacer primero. Fue la alegría de los niños, a partir de los tres años y durante sus etapas de desarrollo (infancia, niñez, adolescencia y madurez), lo que las fue conduciendo a descubrir un potencial religioso en el ser humano que tiene su mayor sensibilidad en el periodo de la infancia, que va desde el nacimiento hasta los seis años de edad. La observación constante y científica de las reacciones de niños y adultos ante las temáticas bíblico–litúrgico que responden a sus capacidades y exigencias religiosas más profundas, acorde con su estadio del desarrollo, han ido respondiendo a una pregunta que acompañó a Sofía y Gianna desde el inicio y nos acompaña como catequistas del Buen Pastor siempre: ¿Cómo es la relación de la criatura humana con Dios, en la primera etapa de su vida? Esta pregunta y la acción de
acompañar (tendencia a comer del mismo pan) tienen un profundo significado en la forma como esta catequesis, “don” para la Iglesia, propone al catequista compartir junto con los niños, el único pan que da la Vida: la Palabra de Dios y la Liturgia vivida en los sacramentos y en la oración.
¿Cómo acompaña el catequista del Buen Pastor a los niños?
Antes que nada, estudiando y profundizando en las características de la etapa del desarrollo en la cual están los niños, basándose en la propuesta de María Montessori (1870 – 1952) médica, pedagoga y humanista insigne que desarrolló una filosofía que entiende la educación como un servicio a la vida y, por lo mismo, se basa en el respeto por el niño, la confianza en sus potencialidades y la creación de un método pedagógico. Dicho método parte de la observación precisa y paciente, con la promoción de experiencias propias acorde con las etapas del desarrollo humano, en un ambiente preparado. A partir de estos planteamientos, el programa educativo del catequista será el que el niño le solicita: “Ayúdame a encontrarme con Dios, por mi mismo”. Entonces nuestra tarea de catequistas como creyentes, es una tarea especial que se refleja en el campo educativo y que nos involucra como cristianos y educadores: formar cristianos.
“Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado”
Además de conocer al niño y sus exigencias en su relación con Dios, el catequista lo acompaña de manera idónea preparando un ambiente especial, –atrio o lugar de encuentro con Jesús– para que esta relación se dé y permita al niño insertarse en la comunidad familiar, eclesial y social. Este ambiente cuidadosamente preparado es un lugar de trabajo, oración y contemplación en el cual el catequista y los niños están a la escucha del único Maestro, Cristo Jesús, de su Palabra y de la vivencia alegre de la celebración litúrgica.
Así también el catequista debe estudiar y profundizar el mensaje cristiano a través de las fuentes bíblicas y litúrgica, guardando fidelidad a los temas que han permanecido en la transmisión de la Iglesia y a la objetividad de la catequesis que nos remite a las palabras de Jesús: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” Jn 7, 16. San Juan Pablo II recordaba al catequista, en la exhortación apostólica Catechesi tradendae: “No tratará de fijar en sí mismo, en sus opiniones y actitudes personales, la atención y la adhesión de aquel a quien catequiza; no tratará de inculcar sus opiniones y opciones personales como si estas expresaran la doctrina y las lecciones de vida de Cristo”3. ¿Qué mejor manera de acompañar al niño que propiciar el encuentro con Jesús y retirarse respetuosa y calladamente, como el siervo inútil del evangelio? Los frutos de esta relación no nos pertenecen. Pero en nuestro acompañamiento al niño hemos podido experimentar una y otra vez la alegría profunda, el gozo, la paz, el estupor y la laboriosidad de los niños cuando escuchan el anuncio del amor de Dios, lo meditan y trabajan en él.
Cuando, fruto de este anuncio, expresan su oración, diferente a la del adulto, bien sea con palabras, con cantos, con dibujos o con el silencio mismo. En estas ocasiones hacemos nuestras las palabras del salmista: “calmo y silencio mi anhelo como un niño junto a su madre. Como un niño junto al Señor” (Salmo 131).
María Cecilia Henao de Brigard
Fuente: http://www.unimonserrate.edu.co/wp-content/uploads/2023/07/Revista-IC-TESHUVA.pdf
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